domingo, 22 de marzo de 2020

ANTONIO "EL MUDO", HOMBRE DE LA MAR Y "METEORÓLOGO".


El 18 de diciembre de 1902 se creó la Junta de Obras del Puerto de Melilla, dos años después Alfonso XIII inauguraba las obras proyectadas por el ingeniero Don Manuel Becerra. El puerto de Melilla se haya situado en el entrante que forma el litoral norteafricano entre los cabos de Tres Forcas y el de Agua. Este entrante es tan abierto que no ofrece abrigo natural al puerto y como, por otra parte, la concavidad formada entre los cabos mencionados se enfrenta a los mayores largos de agua se explica que este puerto durante muchísimos años quedara expuesto a los mayores temporales hasta que se construyera el dique Sur y, sobre todo, el actual puerto vecino de Beni Enzar. Batido por los vientos del primer cuadrante las olas de levante lo alcanzarían con inusitada furia…



Así, un día de marzo de 1914, las olas llegaron a alcanzar 18 metros de altura, barriendo por completo muelles y destrozando una gran parte del dique en construcción. Se perdieron más de 15 embarcaciones y 20 más sufrieron graves daños. Los temporales se sucedieron ese año y el siguiente, perdiéndose numerosas embarcaciones y creando grandes destrozos en el puerto. Aunque el temporal más fuerte sufrido por la ciudad ocurrió el 12 de marzo de 1925, donde edificios que se encontraban a treinta metros de altura sobre el nivel del mar fueron alcanzados por las aguas…

Para reforzar los diques del puerto se adquirió a unos astilleros holandeses  una Grúa Flotante de 80 Tm construida en 1928 con casco de acero, 45’53 m de eslora y una manga de 16’05 m, tenía una capacidad de carga de 400 Tm, es decir, 5 bloques de 80 Tm ó 10 de 40 Tm, dotada de una pluma de 25 m sobre cubierta con un alcance sobre proa de 12’50 m y dos aparejos, uno principal para los bloques de 80 Tm y otro secundario para 15 Tm, … una joya de la ingeniería naval holandesa que prestaría enormes servicios a la Ciudad y, sobre todo, a su puerto.

Precisamente en la noche del 12 al 13 de diciembre de 1949 un fortísimo temporal arrancó esta Grúa de su emplazamiento y la arrojó sobre la playa de San Lorenzo donde quedó embarrancada hasta que gracias a unos trabajos que duraron más de tres meses fue de nuevo reflotada…

En 1962, mi padre, Manuel Fernández Gimeno, era maquinista naval de aquella Grúa a las órdenes del jefe de máquinas Don Emilio Calabuig Tormo.

Para mí, un chico de 6 años por entonces, la Grúa era un auténtico parque temático. No había cosa que más me gustara que mi padre me llevase al Embarcadero Público y allí cogiésemos la vieja estacha de madera que nos llevaba tirando de una cuerda al pie de la escala de gato para subir a la Grúa. Una vez allí todo eran aventuras, decenas de lugares estimulaban mi imaginación que lo mismo gobernaba un portaaviones, un submarino o me lanzaba a la captura de Moby Dick desde el puente de mando. Siempre me he sentido un afortunado por haber tenido aquella Grúa para desarrollar mi imaginación, sin la menor duda mi vida quedó para siempre marcada por ella. Y no sólo por mis juegos…

De todos los lugares que la Grúa me ofrecía para divertirme había uno particularmente seguro y mágico: la cabina de mandos de la pluma de la Grúa. Construida totalmente en plástico acristalado estaba llena de mandos, palancas, indicadores, … que me hacían disfrutar como nunca. Si a todo ello uníamos que disponía de una palanca exterior que desconectaba todo y que por precaución para que yo  no me pudiera escapar a otro lugar sin su control, mi padre, cerraba la puerta con llave; solía ser el lugar donde mi padre me dejaba un buen rato mientras pasaba la última revisión de máquinas del día.

Era una preciosa tarde del otoño melillense, ese otoño que tantas veces es más casi una primavera y que se resiste a dejar pasar el invierno. El azul del cielo presentaba ya los destellos rojos de la caída de la tarde. La mar estaba en calma absoluta, “… como una balsa de acéite…” decía mi padre. En contra de lo habitual en Melilla llevábamos unos días que no soplaba ni poniente ni levante…

Limpiándose la grasa de las manos con un viejo trapo mi padre apareció por la escalerilla que conducía a la sala de máquinas y se dirigió hacia la cabina de mandos donde yo en ese momento “conseguido hundir con audacia un barco enemigo”. Unos metros antes de llegar, apareció súbitamente Antonio “El Mudo” que parecía muy excitado.

Antonio “El Mudo” era uno de los marineros de la Grúa, como casi todos era un profesional polivalente, muy creativo y resolutivo, capaz de resolver muchos problemas y ayudar a resolver los que no sabía, un hombre de la mar a la que conocía desde muy niño; como compañero era muy querido por todos y admirado por su capacidad de recorrer los más de 45 m de eslora de la Grúa de proa a popa bajo el agua… cosa que gustaba hacer cuando salían a poner bloques y el tiempo lo permitía, incluso alguna vez gastó alguna que otra broma a sus compañeros que lo creyeron ahogado.

Como decía,  “El Mudo” parecía sobre excitado, movía constantemente las manos haciendo gestos que sólo conocía mi padre y a modo de jerga casi gritaba: 

- ¡¡ Alolo, e Guugú, mea, mea, … evante uete, evante uete…!!

Mi padre, que ya digo era uno de los pocos que lo entendía perfectamente, le contestó:

-Antonio, tranquilo, ...tranquilízate...no hace ni pizca de viento...mira el cielo ¡ni una nube! Espera, … vamos a mirar el barómetro.
Se me olvidaba antes decir que en la cabina había también un excelente equipo de meteorología que incluía un barómetro.

-¿Ves? Está todo normal, los aparatos no indican cambio del tiempo alguno…

Pero Antonio insistía:

- ¡¡ Alolo, Aloloe, Guugú, mea, mea, … evante uete, evante uete…mea ube, mea ube…!!

Mi padre miró hacia Kol-la, una de las dos cumbres del Gurugú, en la que había un castillo y observó una extraña pero pequeña acumulación de nubes alrededor de ella.

-Parece que le han puesto un gorro… Vale, espera, lo hago porque me fío de ti. Vamos a llamar a Don Damián y que él decida.
Entonces cogió la manivela del telefonillo y pidió a la oficina de la Junta que Don Damián, el capitán de la Grúa, apodado cariñosamente “El Catalán”, se personase en la misma por un asunto urgente. Manolo sabía de sobra que Don Damián, siempre estaba “de guardia” y tenía dicho que se le llamase ante la menor duda o incidencia.

Al poco, dado que vivía muy cerca, vimos el Hilman Don Damián llegar y subir la escala de gato.

-¿Qué pasa Manolo…?

Mi padre, le explicó todo detalladamente siendo interrumpido de vez en cuando por Antonio “El Mudo” con gestos y jergas.

- O Amía, e Guugú, e Guugú… evante fuete, evante fuete…

-Ya, ya, … te entiendo perfectamente Antonio. Vamos a llamar al servicio meteorológico
-dijo tras cerciorarse de las medidas del barómetro de la cabina.

Desde el mismo teléfono que antes había usado mi padre, Don Damián, se puso en contacto con el servicio meteorológico local donde le informaron que el tiempo estaba en calma y no se esperaba cambio alguno en las próximas horas…

“El Catalán” era un viejo marino que había pasado no pocas penurias en la mar. Miró a mi padre a los ojos y con toda la convicción le dijo:

-Manolo ...¿nos ha fallado alguna vez “El Mudo”…? Personalmente me fío más de él que de todos los servicios meteorológicos. Llama a la oficina y que avisen a toda la tripulación para que embarquen lo antes posible. Date prisa y lleva al chico a casa pero te vuelves enseguida…

Desde que el temporal de 1949 se llevó a la Grúa a la playa, su tripulación sabía que era imposible retener aquella gran mole con los cabos que la ataban al puerto pudiendo terminar arrojada contra el mismo. La única posibilidad que tenían era salirse a la rada y con los dos motores diesel Otto Denz de 200 y 150 HP respectivamente aguantar todo lo que pudieran. Ni que decir tiene que la sincronización entre sala de máquinas y toda la tripulación con las órdenes del capitán tenía que ser perfecta, máxime cuando aquello podía durar días… y noches.

Mi madre preparó con una rapidez increíble cuatro cosas para mi padre: un abrigo, una muda, un termo y un bocadillo… ella ya sabía de estas cosas. Un beso de despedida y una bendición con aquella medalla que mi madre siempre llevaba del Sagrado Corazón dio la salida a muchas horas de penuria … No era la primera vez… pero mi madre sabía que podía ser la última, siempre podía ser la última. 



Sobre las once de la noche empezó a soplar el levante, mi madre se pasó la noche rezando… yo la escuchaba entre sueño y sueño como escuchaba aquel levante estrellarse contra las puertas de las ventanas haciendo tales ruidos que no nos dejaban conciliar el sueño.

Al amanecer, llegaron a mi casa mi tío Paco por si necesitábamos algo y mi abuela Vicenta que siempre se quedaba con nosotros cuando había temporales.

El temporal duró tres días, mi padre regresó agotado, ojeroso y con barba… Todos regresaron tras cumplir con su deber y la Grúa aún prestó centenares de servicios durante muchos años hasta que la llevaron al desgüace…

Antonio “El Mudo” tuvo una vida azarosa y un accidente de tráfico lo dejó en silla de ruedas. Pero como hombre de la mar fue un meteorólogo extraordinario...





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