sábado, 8 de febrero de 2020

CAFÉ DEL REINA

- Hijo, la hora… - como cada día mi padre me llamaba con voz baja y suave para levantarme. No tenía que mirar el reloj, de sobra sabía yo que eran las 6:30 de la mañana. Siempre puntual. El día comenzaba aunque aún fuera de noche. 

Tras la correspondiente visita al cuarto de baño, con más prisa que pausa me puse el uniforme del Instituto Nacional de Enseñanza Media, único Instituto que por entonces había en la Ciudad al que acudíamos miles de jóvenes a cursar nuestros estudios de aquel bachillerato de siete cursos y dos revalidas. Una vez correctamente vestido, cogí la bolsa de deportes donde la noche anterior había guardado mis libros, me puse la vieja cazadora de piel y “listo para el combate” salí tras mi padre. 

El frío húmedo del levante me golpeó el rostro y se me infiltró bajo las ropas calándome los huesos, ese era y es el frío típico de Melilla, frío que incluso ya dentro de la vieja Siata que mi padre aparcaba en la puerta de casa no dejaba de sentirse. 

Apenas puesto el vehículo en marcha, el habitáculo se llenó del humo del segundo o tercer cigarro negro que se fumaba mi padre aquella mañana mientras yo miraba las calles vacías o con algún viandante arreciado de frío camino de su jornada laboral. Siempre me gustó esa hora mágica en el que las sombras empiezan a dejar paso a la luz de un nuevo amanecer sin que tengamos nada claro que nos depararán aquellas luces. Por entonces, no podía imaginarme cuantas veces y en qué circunstancias tan diferentes me tocaría ver y sentir esos amaneceres. 

En aquellos tiempos encontrar aparcamiento en la misma acera o muy cerca del lugar de destino era lo normal y no iba a ser menos en aquella mañana de brumoso levante cuando llegamos al Café del Reina. 

El Café del Reina era un pequeñisimo local, muy bien situado y mejor atendido por Antonio y Pepi, dos personas de esas cuyo recuerdo se tiene siempre con una sonrisa agradecida, en definitiva, dos buenisimas personas que se desvivían por atender a sus clientes, la mayoría de los cuales eran además amigos. Como decía, el local estaba a un paso del centro, junto a las casas de muchos trabajadores portuarios y tras los talleres de mi querida Junta de Obras del Puerto donde mi padre se ganaba el sustento y tan buenos servicios se prestaban a nuestra Ciudad. 

Entrar sin dar los buenos días a toda la parroquia hubiera sido un sacrilegio y aunque aquella mañana gris aún eran pocos los presentes, mi padre y yo saludamos a todos y pedimos el correspondiente café con leche acompañado de un “Malagueño” para mi “… que estaba creciendo...”. Pronto, el estrecho pasillo que dejaba la barra empezó a llenarse de parroquianos, comentarios y de charlas … Y para mí, un adolescente con todo el mundo por descubrir, comenzaba de esta forma casi mágica mi primera clase del día. Porque, un servidor, permítaseme la vanidad, siempre ha tenido la suerte de descubrir de quienes de verdad has de aprender y que cosas son las más importantes que aprender, … y allí aprendías a vivir, allí aprendías que la vida iba mucho más allá del teorema de Pitágoras, de la batalla de Lepanto o de las oraciones compuestas en pasiva que si bien en aquellos momentos me servían para disponer una base cultural interesante y aprobar unos exámenes para que me dieran un título, lo que es mi personalidad, en realidad, donde más se forjaba era en sitios como el Café del Reina. 

La lista de personajes que allí tomaban lo primero de la mañana era larga y curiosa. Antes de continuar quiero aclarar que he escrito “lo primero de la mañana” en vez de el desayuno porque un servidor nunca ha considerado un vaso de ginebra, de menta, de Machaco o de Chinchón cuando no un copazo de Fundador o 501, fuese lo que se llama un desayuno… Y les aseguro que muchos de aquellos parroquianos “cargaban combustible” con una de esas bebidas estimulantes (?). No faltaban tampoco los que pedían un café solo, que personalmente a mí era lo que más me impresionaba al ver como aquellos hombres eran capaces de tomar con el estómago vacío aquel líquido negruzco que salía de la vieja pero reluciente máquina de café y que a pesar de su envolvente buen olor tenía un sabor de rayos como pude comprobar cierto día ante las risas de mi padre y unos cuantos más. 

De aquella época y de aquel local tengo un gratísimo recuerdo de muchos personajes: Pepe, un mutilado de guerra que se las sabía todas, hombre culto, sensato y con humor certero y puntiagudo; Antonio, un locutor de radio que se hacía los programas en Radio Juventud y trabajaba también para el Telegrama de Melilla, un noctámbulo a la fuerza que antes de irse a dormir se pasaba a desayunar y a traernos las últimas noticias; recuerdo también a un sargento de la policía municipal, hombre pulcro y educado, siempre correcto, que a pesar de su rango en aquella época de tantas jerarquías, prefería relajarse un rato en aquella entrañable cafetería y participar de alguna charla mientras fumaba un cigarro tras otro y que si no recuerdo mal murió de un infarto mientras acudía de servicio en aquel atentado que hubo en el río de Oro allá por los años 70; pero sobre todo, recuerdo a los portuarios, gente de “a rumbo” nombre coloquial con el que se denominaba por la gente del mar a los que cargaban y descargaban a fuerza de brazos y piernas los barcos por aquel entonces; pescadores marengos que sin saber leer ni escribir eran sabios en meteorología, ciencias del mar y zoología marina, ahí es “na”; compañeros de mi padre en la Junta, gente sabia en su oficio con una vida dura salpicada de accidentes, temporales, … En definitiva, gente sacrificada y de bien que me servirían de ejemplo, modelo y referencia en mi posterior navegar por la vida… 

Vayan desde estas modestísimas letras mi mayor homenaje a Antonio y Pepi, dueños del Café del Reina, y a todos sus parroquianos por lo mucho que sin querer queriendo significaron en mi vida. Ojalá el Dios de todos los tenga a su lado, charlas amables, sabias y buen humor seguro que no le iban a faltar… además de un oloroso café de máquina.

sábado, 1 de febrero de 2020

SOY RARO...

Soy un tipo raro, muy raro. No me gusta nada, pero nada de nada, el cine de Almodóvar. Pero es que no me gustaba antes y menos me gusta ahora. Y pueden decirme lo que quieran que esta consideración nada tiene que ver con los gustos sexuales del manchego que personalmente no me interesan lo más mínimo.

Ya en mi juventud me pasó algo igual con Buñuel. Aún lo recuerdo como si fuera hoy. Acudí a unas jornadas de lo que por entonces se llamaba "Cine de Arte y Ensayo" que en realidad era una forma de que aquel régimen del general superlativo permitiese a los españoles ver el cine que nos diera la gana. Pues a aquel Cine Avenida acudí yo acompañado de mi Tere con mis botos camperos, mi pantalón vaquero y mi chaqueta de pana, típica uniformidad universitaria, a ver "El Ángel Exterminador" obra de Luis Buñuel, aragonés de Calanda que se nacionalizó mejicano por su enfrentamiento con el régimen. De él ya había visto Viridiana y tengo que decir que me había agradado. En esta ocasión, la película en blanco y negro y hablada toda ella en español de Méjico no podía ser más rollo, rollo que aún estoy tratando de entender sin el menor éxito. Pues bien, a la salida del cine, toda la Melilla progre comentaba las magnificencias del film, su extraordinario mensaje (?) y no sé cuantas cosas más. Yo, miraba a mi novia y no abría la boca. Salimos andando y cuando llegamos a la puerta del Hospital de Cruz Roja miré para atrás y viendo que no había nadie, casi gritando, le dije a Tere ¡¡ vaya rollo de película!! ...


Y riéndonos nos fuimos cogiditos de la mano a subir aquella inmensa escalera del Barrio de la Victoria que acompañado por ella siempre me pareció mucho más corta.