sábado, 3 de julio de 2021

VA POR VOSOTRAS, SEÑORAS.

Hace muchos años que aprendí que la vida es una escuela y que, en realidad, nosotros somos, todos los días, alumnos en ella … ¡¡ y pobre del que no aprenda !!

He de reconocer que la pandemia y mi posterior jubilación obligada han cambiado mi vida notablemente y he tenido – que remedio – que aportar y ayudar en las labores del hogar.

Esta experiencia, que me ha convertido en lo que yo denomino “empleado de hogar”, me ha hecho reconocer si cabe aún mas el valor de nuestras mujeres: de mis abuelas, de mi madre, mi mujer…

Pues aunque siempre había creído valorarlo nunca como hasta ahora he sido consciente de lo ingrato que es el trabajo en el hogar, lo agotador que puede ser y lo poco que se le reconoce.

Permítanme que les explique:

Tras una mañana peleándome con la cubertería, la cristalería, la vajilla, la cama y el salón, llega el momento de sacar al bendito de mi perrote. Y aquí quiero hacer un inciso para advertir que la peatonialización de determinadas calles si no va acompañada de una presencia policial importante con sanciones ejemplarizantes no sólo no sirve de nada sino que corres el peligro de ser atropellado por cualquier vehículo en las vías, supuestamente con preferencia para peatones, y en los paseos peatonales por esas “bombas volantes” que son los patinetes eléctricos y las bicicletas idem cuyos conductores entienden que las normas de circulación son exclusivamente para los vehículos a motor de cuatro ruedas. Pues bien, como decía, tras sacar al perrote me toca enfrentarme con ese pseudolaboratorio nuclear en el que la tecnología ha convertido lo que antaño eran unas sencillas cocinas.

Así, con más miedo que vergüenza y no sin haber revisado antes el programa que me han elaborado mi mujer y mi hija – mis amas – me dispongo a preparar el almuerzo del día dejando el móvil a mano por si tengo – que las tendré – alguna duda. Y llega ese momento en que una vez más soy consciente de que mis carreras universitarias y mi Academia militar no me han preparado para la vida y que aquí soy simplemente un pinche de cocina en prácticas … y de los malos.

Mi lucha en ese momento se convierte en una odisea para disponer de los alimentos, medir las cantidades que se necesitan, preparar de la vajilla ( y demás instrumental ), controlar de forma estricta los tiempos, coordinar mi trabajo y buscar la estética tanto en la presentación como en el gusto. A todo ello, unimos mi natural torpeza … y comprenderán que se me caigan las lágrimas. Porque además no hay día que no me equivoque en algo y si, por casualidad, algún día se me ocurre pensar “ hoy lo he logrado” ya están ahí las amas para señalarme el error o errores correspondientes.

No quiero dejar pasar este peor momento que es precisamente cuando todos nos sentamos a la mesa. Es ahí cuando mi mujer y mi hija se ponen a hablar de sus trabajos e ignoran totalmente – yo diría que ningunean – el mío. Y, en todo caso, si le prestan alguna atención es para indicarme, como ya señalé, los errores cometidos.

Entonces, sin que ellas lo sepan, recuerdo el trabajo en el hogar de mi abuela Vicenta, de mi madre y ¿cómo no? el de mi mujer. Y soy consciente de lo ingrato que fui con ellas, soy consciente de creerme que mi trabajo era mucho más importante que el suyo simplemente porque el mío era remunerado. Me arrepiento con todo el corazón de haber despreciado a veces sus comidas en las que ellas habían puesto toda su ilusión, me arrepiento de no haberme preocupado en preguntarles por cómo había sido su día, me arrepiento de tan pocas sonrisas y tantos enfados, me arrepiento de no haberlas ayudado en casi nada…

Os juro que he aprendido la lección y que si hay otra vida lo tendré muy en cuenta. Ahora dejadme que voy a fregar los platos e intentaré hacerlo con la mayor diligencia tal y como me ha enseñado mi hija.

A todas ellas, a todas esas mujeres que tanto fueron y son en mi vida, gracias y perdonad a este pobre ignorante.